1 de agosto de 2016

Un monstruo muy normal

El niño estaba dormido, con las manos abrazadas a la almohada y con el beso de buena noches todavía en la mejilla. La oscuridad no era más que la más profunda nana y sus pies intentaban quitarse los calcetines a la voz de Morfeo. Era verano y el calor tocaba la puerta del sueño. Solo necesitó un ruido para abrir los ojos y pensar que el cuento mágico de cada noche se había convertido en pesadilla debajo de la cama. Odiaba levantarse de madrugada, siempre tenía la sensación de que alguien lo observaba y que su vida se veía en peligro por un monstruo malo y peludo que esperaba a que dejara la mano por encima de las mantas para atacarle. Había visto Monstruos, S.A. y no, no le caía bien ninguno. A lo mejor tendría que haber visto toda la película. Estuvo tanto tiempo despierto que le hubiera dado tiempo y, cuando se cansó de esperar, comprobó que no existía ningún Sulley, Mike o Randall acechándole.

Y el tiempo pasó, el niño ya no vivía con sus padres y los monstruos habían desaparecido, aunque de vez en cuando creía ver a uno de ellos acompañándole por la calle. Era pequeño y cabía en un bolsillo, por lo que podía encontrárselo ahí escondido. Sin embargo, su lugar preferido eran los hombros. No sabía cómo llegaba hasta arriba, pero en ocasiones podía verlo mirando de reojo. Tenía unos bigotes que resaltaban en la cara, de forma triangular. Parecía un garabato y se volvía invisible si se sentía muy observado. Lo que más le llamaba la atención al chico eran sus dientes, afilados, que dejaban en vano el intento de sonrisa, y sus brazos, que se estiraban sin control. Y también estaba su fina cola, que sin querer hasta le acababa haciendo cosquillas. Era raro. Ni siquiera tenía que existir y, a pesar de eso, era real y hasta llegaba a sentir su cabeza apoyada en la oreja.

Espera, ¿era real? Sus sentidos le decían que sí y tenía que fiarse de ellos puesto que su compañero callejero no sabía hablar y decirle si de verdad estaba ahí. Su cabeza, en cambio, le susurraba que se mantuviese cuerdo. Los monstruos no existen, ¿verdad? Además, siempre hemos sabido que hacen cosas malas y, de momento, la única maldad que este había hecho era soltar una pequeña risa cuando el ya no tan niño se había tropezado subiendo unas escaleras.

Y la verdad es que nunca se volvió loco ni salió por las noticias con ese nombre de titular. Llegó a acostumbrase a tenerlo con él. Y se dio cuenta de que sí, era un monstruo, pero no destrozaba vidas ni masacraba pueblos. Supuso que en cualquier momento ese pequeño ser podía enroscar esas elásticas manos alrededor de su cuello y dejarlo sin respiración, pero no lo había hecho. Pensó también que con esos dientes, una mordedura no sentaría nada bien y, de momento, no tenía ninguna. Y los bigotes y la cola le recordaban a un gato, y era su animal favorito. Meditó, al final, que tenía la oportunidad de hacerle daño y no la había tomado. Por suerte.

El secreto era que los duendes verdes y el cara o cruz no tenía nada que ver con eso. La chica que iba corriendo por la acera porque llegaba tarde a clase también tenía un amigo peculiar. El hombre con el delantal lleno de harina y esperando a que llegase el camión de entregas, igual. Cualquier persona con la que cruzases camino lo negaría, pero siempre andaban acompañados.

Y en parte el chico tenía razón y su monstruo era amistoso, sin embargo, no todos lo eran. No dependía de qué tipo de ser fuera, ni de su manos o sus pies, de su tamaño o color, sino del hombro del que fuesen tumbados. La persona, sin saberlo, decidía si se dejaba atacar o no.

Qué sociedad tan monstruosa.


 







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